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- Poemas de Antonio Colinas -

Il vostro passo di velluto
E il vostro sguardo di vergine
Violata.
  (DINO CAMPANA)
 
Simonetta:
por tu delicadeza
la tarde se hace lágrima,
funeral oración,
música detenida.
Simonetta Vespucci:
tienes el alma frágil
de virgen o de amante.
Ya Judith despeinada
o Venus húmeda
tienes el alma fina del mimbre
y la asustada inocencia
del soto de olivos.
Simonetta Vespucci:
por tus dos ojos verdes
Sandro Botticelli
te ha sacado del mar,
y por tus trenzas largas,
y por tus largos muslos.
Simonetta Vespucci,
que has nacido en Florencia.
 
(De Sepulcro en Tarquinia)
Antonio Colinas
GIACOMO CASANOVA ACEPTA EL CARGO DE BIBLIOTECARIO
QUE LE OFRECE, EN BOHEMIA, EL CONDE DE WALDSTEIN
 
Escuchadme, Señor: tengo los miembros tristes.
Con la Revolución Francesa van muriendo
mis escasos amigos. Miradme: he recorrido
los países del mundo, las cárceles del mundo,
los lechos, los jardines, los mares, los conventos,
y he visto que no aceptan mi buena voluntad.
Fui abad entre los muros de Roma y era hermoso
ser soldado en las noches ardientes de Corfú.
A veces he sonado un poco el violín
y vos sabéis, Señor, cómo trema Venecia
con la música y arden las islas y las cúpulas.
Escuchadme, Señor: de París a Moscú
he viajado en vano, me persiguen los lobos
del santo Oficio, llevo un huracán de lenguas
detrás de mi persona, de lenguas venenosas.
Y yo sólo deseo salvar mi claridad,
sonreír a la luz de cada nuevo día,
mostrar mi firme horror a todo lo que muere.
Señor: aquí me quedo en vuestra biblioteca,
traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces,
sueño con los serrallos azules de Estambul.
(De Sepulcro en Tarquinia)
Antonio Colinas
Me he sentado en el centro del bosque a respirar.
He respirado al lado del mar fuego de luz.
Lento respira el mundo en mi respiración.
En la noche respiro la noche de la noche.
Respira el labio en labio el aire enamorado.
Boca puesta en la boca cerrada de secretos,
respiro con  la savia de los troncos talados,
y como roca voy respirando el silencio,
y como las raíces negras respiro azul
arriba en los ramajes de verdor rumoroso.
Me he sentado a sentir cómo pasa en el cauce
sombrío de mis venas toda la luz del mundo.
Y yo era un gran sol de luz que respiraba.
Pulmón el firmamento contenido en mi pecho
que inspirando la luz va espirando la sombra,
que nos anuncia el día y desprende la noche,
que inspirando la vida va espirando la muerte.
Inspirar, espirar, respirar: la fusión
de contrarios, el círculo de perfecta consciencia.
Ebriedad de sentirse invadido por algo
sin color ni sustancia y verse derrotado
en un mundo visible por esencia invisible.
Me he sentado en el centro del bosque a respirar.
Me he sentado en el centro del mundo a respirar.
Dormía sin soñar, mas soñaba profundo
y, al despertar, mis labios musitaban despacio
en la luz del aroma: “Aquel que lo conoce
se ha callado y quien habla ya no lo ha conocido”.
 
                                                  (De Noche más allá de la noche)
Antonio Colinas
Mira: a punto estás de penetrar en el bosque.
Vas a dejar la casa blanca de la cima,
tan plácida, tan llena de música y sosiego,
y ahí te espera el bosque impenetrable.
 
    Irremediablemente deberás cruzarlo:
el bosque que desciende por ladera escabrosa,
el bosque en que no hay nadie
y el bosque en el que puede haber de todo,
el bosque de humedades venenosas,
morada de lo negro,
y de una luz que enturbia la mirada.
 
    Entra en él con cuidado y sal sin prisas,
mas nunca se te ocurra abandonar la senda
que desciende y desciende y desciende.
Mira mucho hacia arriba y no te olvides
de que este tiempo nuestro va pasando
como la hoz por el trigo.
Allá arriba, en las ramas,
no hay luces que te ciegan, si es de día.
Y si fuese de noche,
la negrura más honda la siembran faros ciertos.
Todo lo que está arriba guía siempre.
 
    Mira: te espera el bosque impenetrable.
Recuerda que la senda que lo cruza
–la senda como río que te lleva–,
debe ser dulce cauce y no boa untuosa
que repta y extravía en la maraña.
Que te guíe la música que dejas
–la música que es número y medida–
y que más alta música te saque
al fin, tras dura prueba, a mar de luz.
(De Los silencios de fuego)
Antonio Colinas
    Esperar junto a este mar en el que nacieron las ideas
sin ninguna idea. (Y así tenerlas todas.)
Ser sólo la brisa en la copa del pino grande,
el aroma del azahar, la noche de las orquídeas
en las calas olvidadas.
 
     Sólo permanecer viendo el ave que pasa
y no regresa; quedar
esperando a que el cielo amarillo
arda y se limpie con los relámpagos
que llegarán  saltando de una isla a otra isla.
O contemplar la nube blanca
que, no siendo nada, parece ser feliz.
Quedar flotando y transcurriendo de aquí para allá,
sobre las olas que pasan,
como remo perdido.
O seguir, como los delfines,
la dirección de un tiempo sentenciado.
 
   Ser como la hora de las barcas en las noches de enero,
que se adormecen entre narcisos y faros.
Dejadme, no con la luz del conocimiento
(que nació y se alzó de este mar),
sino simplemente con la luz de este mar.
O con su muchas luces:
las de oro encendido y las de frío verdor.
O con la luz de todos los azules.
 
    Pero, sobre todo, dejadme con la luz blanca,
que es la que abrasa y derrota a los hombres heridos,
a los días tensos, a las ideas como cuchillos.
Ser como olivo o estanque.
Que alguien me tenga en su mano
como a puñado de sal.
O de luz.
 
    Cerrar los ojos en el silencio del aroma
para que el corazón –¡al fin!– pueda ver.
Cerrar los ojos para que el amor crezca en mí.
Dejadme compartiendo el silencio
y la soledad de los porches,
la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme
con el plenilunio de los ruiseñores de junio,
que guardan el temblor del agua en las últimas fuentes.
Dejadme con la libertad que se pierde
en los labios de una mujer.
 
(De Libro de la mansedumbre)
Antonio Colinas
Zamira ama los lobos.
Yo quisiera ir con ella a buscarlos
a las tierras más altas,
donde los robledales rojos de Sotillo
han perdido sus hojas en las fuentes,
allá donde los caballos
beben el agua helada de las cascadas
y se espera la nieve
como una bendición.
 
    Tú y yo estamos en este hospital
esperando a la muerte.
No la muerte tuya ni la muerte mía,
sino la de aquellos que nos dieron la vida.
Y éstos, ¿a quiénes pasarán,
cuando mueran, sus muertes?
Tú y yo esperando el final,
el vacío del límite,
mientras la vida brilla y tiembla entre nosotros
como un cuchillo inocente.
Y es que, esperando la muerte de los otros,
esperamos un poco la muerte nuestra.
 
     Quizá, por ello, Zamira ama los lobos.
Quizá, por ello, yo deseo también
salir a buscarlos con ella este mes de diciembre
a los páramos altos, a los prados remotos.
Y podríamos ver los espinos,
y las brasas de sangre del sol
en mimbrales morados.
Puesta ya en nuestros ojos
la venda de la nieve,
que no pensemos más, que ya no nos deslumbre
el acre resplandor de los quirófanos.
Zamira ama los lobos,
quiere escapar del laberinto de piedra y cristal
del dolor.
Zamira: partamos y no regresemos.

(De Tiempo y abismo)

Antonio Colinas

    Que este celeste pan del firmamento
me alimente hasta el último suspiro.
Que estos campos tan fieros y tan puros
me sean buenos, cada día más buenos.
Que si en tiempo de estío se me encienden las manos
con cardos, con ortigas, que al llegar el invierno
los sienta como escarcha en mi tejado.
 
    Que cuando me parezca que he caído,
porque me han derribado,
sólo esté arrodillándome en mi centro.
Que si alguien me golpea muy fuerte
sólo sienta la brisa del pinar, el murmullo
de la fuente serena.
Que si la vida es un acabar,
cual veleta, chirriando en lo más alto,
allá arriba me calme para siempre,
se disuelva mi hierro en el azul.
Que si alguien, de repente, vino para arrancarme
cuanto sembré y planté llorando por las nubes,
me torne en nube yo, me torne en planta,
que sean aún semilla mis dos ojos
en los ojos sin lágrimas del perro.
 
    Que si hay enfermedad sirva para curarme,
sea sólo el inicio de mi renacimiento.
Que si beso y parece que el labio sabe a muerte,
amor venza a la muerte en ese beso.
Que si rindo mi mente y detengo mis pasos,
que si cierro la boca para decirte todo,
y dejo de rozar tu carne ya sembrada,
que si cierro los ojos y venzo sin luchar
(victoria en la que nada soy ni obtengo),
te tenga a ti, silencio de la cumbre,
o a ese sol abatido que es la nieve,
donde la nada es todo.
 
    Que respirar en paz la música no oída
sea mi último deseo, pues sabed
que, para quien respira
en paz, ya todo el mundo
está dentro de él y en él respira.
Que si insiste la muerte,
que si avanza la edad y todo y todos
a mi alrededor parecen ir marchándose deprisa,
me venza el mundo al fin en esa luz
que restalla.
           Y su fuego
me vaya deshaciendo como llama
de vela: con dulzura, despacio, muy despacio,
como giran arriba extasiados los planetas.
(De Tiempo y abismo)
Antonio Colinas
PARA OLVIDAR EL ODIO (11 de marzo de 2004)

 

      Acaso lo más duro y lo más cruel
no sea el abrir violentamente
lo negro en lo blanco:
en la armonía el caos,
en ojos inocentes un cuchillo de ira,
en los labios más tiernos de juventud
la muerte.
Acaso lo más duro sea el odio:
ese odio que establece diferencias,
ese odio que se mama en pecho de odio,
ese odio que se enseña y que se aprende,
que enarbola banderas como pústulas
y que niega brutalmente el amor.
 
    ¿Hasta cuándo en el mundo la dualidad más cruel,
la ausencia de armonía?
Nuestra patria es el mundo
y, en él, nuestros pulmones
inspiran armonía y espiran honda paz,
inspiran honda paz y espiran armonía.
Por eso, hoy sabemos ya muy bien
que, como primavera temprana,
como ojo inocente, como labio muy tierno,
nunca cesa esperanza de germinar: lo hace
con mayor rapidez que las mareas de sangre.
 
    Este jueves de marzo no llovía
lluvia de odio:
llovían manos mansas,
que a todo y hacia todos se tendían,
suavemente,
como marea de música,
sólo para sanar, para sanarnos.
 
    Por nada cambiaremos esa lluvia de manos bondadosas.
Son las manos de un fuego que es amor,
un fuego que no quema.
Son esas manos que siempre se entregan
y que nunca reniegan de palabras, ideas, sentimientos.
Marea del amor, más poderosa
que el odio que se mama y que se escupe,
que la sangre violada.
 
    Muchacha muerta que en la fotografía
levantas dulcemente tu rostro hacia el cielo,
muchacho muerto que pones tu oído en la tierra
como para escuchar sólo música:
estáis, en realidad, durmiendo, durmiendo, durmiendo.
No turbéis más su sueño.
No turbéis más sus sueños.
(De Desiertos de la luz, 2008)
Antonio Colinas
    ¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
 
Creo que es aquí, en este espacio
donde se inventa la infinitud de los amarillos;
un espacio en el centro del centro de Castilla
en el que nuestros cuerpos podrían sanar para siempre
si tus ojos y mis ojos
mirasen estos páramos
con piedad absoluta
y en donde hasta el espíritu suele arrodillarse
para hacernos su ofrenda
en rosales de sangre.
En este espacio hay un fuego blanco
en el que viene a expirar esa música
que nos llega de lejos, ¡de tan lejos!
 
    ¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Está aquí, en una tierra con más cielo que tierra,
donde los ruiseñores serenan la alameda
y la alameda serena a los ruiseñores,
y con la emanación
húmeda del tomillo más nocturno,
acude un enjambre de estrellas
a venerar la última espina de Cristo.
Es el lugar donde la luz
llora luz,
y la catedral de los cardos
alza su grito de silencio,
y están solas, muy solas, las vírgenes anunciadas,
y el pueblo amurallado y muerto
asciende vivo sobre un horizonte de lágrimas,
no sé si como un salmo
o como una corona de piedras inciertas.
 
    ¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Está aquí, en el centro del centro de Castilla,
donde por los linderos morados
se tensa, como un arco, la luz;
es un espacio en que la nada es todo
y el todo es la nada,
y en el que junio joven viene por los montes
vertiendo de su copa oro líquido.
Es un lugar en el que el espacio y el tiempo
sólo son una hoguera
que arde y que mantiene su combustión
gracias a nuestras vidas (quiero decir:
gracias a nuestras muertes).
 
    La música que más amáis
aquí tiene su tumba.
Es la música que, a través de la respiración de las espigas,
viene a morir en la luz que respiran nuestros pechos.
(De Desiertos de la luz)
Antonio Colinas
Quédate aquí, no partas en la noche.

 

La ciudad de David ya está a oscuras
y en el valle maldito de la Gehenna,
se despiertan abismos, espíritus de muertos.
Sé una de las jóvenes que tornan,
ascendiendo en fila por la escala de piedra,
con aceite en su lámpara,
con su lámpara ardiendo brotando de lo oscuro.
 
Allá abajo la noche
ya rueda por los montes morados,
pero en esta ciudad tiene que haber
una morada en paz y que dé paz.
Verás que en esa casa hasta lo que es más duro
(las piedras), llegará a dormirse dulcemente
encima de tus ojos.
 
Quédate aquí, no partas en la noche,
pues hay en la ciudad sagrada una morada
en la que, siendo noche, luce el día
a la hora en que tiemblan en círculo sereno
las llamas de las lámparas,
los ángeles de fuego.
Habrá llegado al fin ese momento
de que sea el silencio y no la sangre
lo que discurra por las venas ciegas,
lo que aún hará más dulce
el canto o el concierto de los cuerpos.
 
Quédate aquí, no partas en la noche
porque detrás de estos sombríos muros
tiene que haber una morada tierna
donde, callando en la quietud suave,
se nos entregue todo
en el momento de cerrar los párpados,
en el instante de apagar las lámparas.
Dentro de esa morada puede haber
una estancia que quedará en penumbra
y que, aun siendo de piedra, se pondrá a girar
como música en torno de los cuerpos
ebrios de plenitud.
 
Quédate aquí, no partas en la noche,
no te pierdas deprisa por senderos rocosos,
pues si sigues bajando llegarás
al campo de la sangre del ahorcado.
Todo lo que buscaste inútilmente
a lo largo del día por este laberinto
de signos y de símbolos de la ciudad antigua,
lo encontrarás seguro si te quedas
a oír en el silencio una música
que no se oye, la marea silente
que se lleva a los cuerpos,
que los va extraviando en su ebriedad,
y luego los retorna a su centro.
 
Escúchame: espera que te diga las palabras
que mereces, sin que abra la boca,
sin que mueva los labios.
Será esa morada que te espera
la que desvelará el último misterio
que de tan lejos viniste a buscar.
 
Deja que vuelvan a su mudo origen
los sentidos, los gestos que no salvan de la herida
de vivir en los límites, de un vivir sin vivir.
Que retorne a sí mismo el corazón
para acallarse y para acallarnos.
No bajes hacia el valle de los muertos
que dicen estar vivos: allí está –en el lugar
de los estercoleros– la traición,
el territorio del poder malsano
de las tinieblas.
 
Quédate aquí, no partas en la noche:
se encenderán las lámparas, lucernas
del olvido, y se irán deshaciendo las penumbras
del vano pensamiento.
No busques en la noche lo que tienes
en tu interior, posado en la palma
tendida y abierta de tu mano,
con la que ya me estás diciendo adiós.
 
Quédate aquí, no partas en la noche: oirás
cómo dentro de ti y de la piedra
brama la luz.
(De Desiertos de la luz)
Antonio Colinas
El hosco cielo va rodando arriba
y amenaza sobre los montes negros.
 
Al fin será esta casa mi morada
y hasta lo que es más duro en ella (el muro
de piedra tan rotundo),
dormirá sosegado en mi pupila.
En esta casa el tiempo es la ternura
y siempre callo hasta que sea el silencio
lo que discurra dentro de mis venas.
 
En mi morada no hay días ni noches.
Mi morada es mi día y es mi noche.
Cada mínima estancia es azotea.
Floto en su soledad, bebo en su sombra;
si asciendo a los desvanes de la luz
desciendo hasta un saber que ya no sabe.
La casa, en quietud, está girando
–planetario de amor–
en torno del remanso de los cuerpos.
En ella voy, sin ir, a cada sitio
y a sus goces regreso sin marcharme.
Todo cuanto busqué, aquí lo encuentro.
 
Esta morada es mundo sin el mundo.
En ella suena música que arrastra hacia el sin fin,
marea en la que voy
y vengo (¡mas tan quieto!)
recibiendo respuestas sin palabras
a preguntas que no mueven mis labios.
Y siento que tú estás aquí, aunque no estés,
y que yo estoy en ti, aunque no estoy.
Centro donde te veo al fin ¡tan cierta!;
centro donde, por fin, no estando tú,
en plenitud estás para salvarme.
 
Al fin el corazón ya ha retornado
a escucharse a sí mismo.
¡Qué dulzura este ir cerrándose a todo
para poder abrirse y comprenderlo todo:
nada hermosa que llega acariciando
mi piel para acallarme,
para acallarme aún más, y serenarme!
Morada del amor, con sus anillos
de silencio que silban, mas no ahogan,
porque la sangre de los nuestros ya
no está para dolernos.
(La sangre de los nuestros ahora es sólo
la luz de cobre que está ardiendo lenta
en torno de la copa del ciprés).
 
¡Morada en la marea de la vida,
marea en la morada de la luz!
 
(De Desiertos de la luz)
Antonio Colinas
Desde tu isla grande de Taipei
llegabas hasta este noroeste
de todos los olvidos
en busca de más luz,
sin saber que es aquí
donde muere la luz.
 
Ahora, de repente, es muy negra la luz
y tu cabeza, como la de Orfeo,
viene rodando, entre las piedras de oro
de esta ciudad que amaste,
como un turbulento fuego negro.
 
Regresarás un día siendo luz
que ni duele ni muere.
Esa luz que nosotros no vemos,
esa luz que tú ves
y que ya eres.
(Inédito)
Antonio Colinas
                   I
 
Casi cuarenta años llevaba sin saber
dónde empezaba y dónde terminaba
el sueño de humo azul
de este valle de Atzaró,
el que me perturbara entonces para siempre
una tarde cobriza de invierno.
 
Tuviste que llegar tú, Mary Wu,
una noche de agosto
con tu piano, con tus manos, con
aquella melodía,
(“La canción de la luz cristalina”, de Joyce Tang),
para que desvelases el secreto
que estaba muy oculto
en el verde más verde
de los árboles opulentos,
en el abismo de las dos fuentes,
en la calma del estanque rebosante
de luna amarilla,
en el silencio de los rebaños como muertos,
en el secreto negro del pozo blanco,
en el secreto blanco del alma verde
de la isla.
 
 
                       II
 
Reconozco muy bien esa tristeza
de que hablas en tu carta.
Sientes que, de repente, te has quedado
sin las raíces de tus sueños hondos,
aquellos que viniste a comprobar
que eran ciertos,
que realidad se hicieron
en la ciudad de las piedras de oro.
 
Ahora has regresado
a tu isla de Kalymnos,
a tus costas de Jonia,
y te has dado cuenta
de que tú misma eres ya una isla.
Mas tienes que pensar que esas raíces
que aquí echaste, que crees ya perdidas,
aún están arraigadas profundamente en ti.
Te tocará ahora rescatarlas
a través de esos símbolos tan bellos
que tú muy bien conoces:
la mar, la nave, el ciprés, las ruinas,
y Homero, tu Homero;
o de esas ermitas tan azules, tan blancas,
donde lo griego y lo cristiano un día
se fundieron
para alcanzar el conocer más alto.
Quizá porque debías propagar
el saber y el sentir de tus antepasados
(razón y amor)
te has visto obligada a retornar
a tu tierra.
 
No debes estar triste
porque en este continente nuestro
le estén cortando cada día más
las manos y las alas
al espíritu,
a quienes, como tú, nos han traído
hasta aquí una ofrenda.
Tu ahora estás en esa Grecia extrema
donde, adormecidas, aún descansan
las semillas fecundas
de lo que fuimos, somos y seremos.
De ellas germinarán nuevas raíces.
 
No debes estar triste.
Tú ahora estás donde nace la luz.
Nosotros nos quedamos
en este occidente
donde una noche avanza
–sobre la escarcha de los páramos,
sobre un desierto de mieses cansadas–,
hacia los montes más negros,
los que preludian un océano
de olvidos.
 
 
                           III
             (Clara en los Uffizi)
 
Ibas despreocupada paseando
por  las salas del museo de los Uffizi,
sin saber hacia dónde dirigir tus dos ojos;
avanzabas quizá con el cansancio
del que ha recorrido Florencia todo el día.
No sabías que, de repente, allí
te iba a asaltar un poderoso símbolo:
el de la inesperada Belleza,
el ideal sublime de Belleza y Verdad,
ese que (todavía) nos hace a los humanos
más humanos.
 
Botticelli fue el nombre del artista.
“La Primavera” el cuadro.
No supiste qué hacer
y te quedaste muda.
Simplemente dejaste que hablase el corazón.
Y te pusiste a llorar.
Y llorabas,
y llorabas.
 
A la Verdad y a la Belleza sólo
le faltaban el gozo tus lágrimas.
 
 
                        IV
 
No sé si esa muchacha
amamantada de temor, de dolor, de terror,
puede ser a la vez otras muchachas,
pues creo haberla visto en otras ocasiones.
Por ejemplo, quemada por el sol,
con su ardorosa tez,
como de barro cocido,
y sus ojos abiertos
a una lluvia de agujas de arena,
allá en los desiertos de Tinduf.
 
Pero antes creí haberla visto,
escapando de una negra borrasca de espinos,
corriendo desnuda,
crucificada en un aire de napalm.
¿O acaso estaba ella muy serena,
de rodillas,
abriendo la esperanza en este mundo,
a la luz de una vela,
con sus manos plegadas
como alas de paloma,
allí donde un día estuvo el cráter,
la furia en llamas de Hiroshima?
(A veces me parece que esa calma sublime
de unas manos unidas,
de unos ojos cerrados,
la vi en otra muchacha, también de Extremo Oriente,
que tenía su nuca a la sombra
de un enjambre de bayonetas.)
 
Mas no creo que debamos ir tan lejos
para encontrarnos con esa muchacha.
Aquí, muy cerca, la podemos ver
sin una gota de odio,
con la sonrisa más clara y más dulce,
a pesar de sus piernas amputadas.
¿O quizá ella estaba muy lejos,
con esas mismas piernas
aprisionadas en un pozo, con
el agua-fango, con el agua-muerte
acariciándole la boca,
lamiéndole
el borde de los labios?
¿O estaba apedreada en un terreno áspero,
cercada por impávidas miradas masculinas?
¿O exánime y exangüe, rescatada
para su tumba de olvido,
muerta,
colgada entre los brazos de su hermano?
 
El temor, el dolor, el terror
no pueden evitar que esa muchacha
–que sí es y que no es otras muchachas–
nos traiga paz, piedad
y un poco de esperanza a este mundo.
Con sus manos cerradas o sus manos abiertas,
con sus ojos abiertos, o cerrados, o sajados,
con su sola presencia, esa muchacha
aún le devuelve al mundo
la infamia que de él ha recibido.
Viva o muerta devuelve con su rostro
el abismo
al abismo.
Antonio Colinas
Para el que sabe ver
siempre habrá al final del laberinto
de la vida
una puerta de oro.
 
Si la atraviesas hallarás un patio
con musgo, empedrado,
y en él dos cedros opulentos con
sus pájaros dormidos.
(No encontrarás ya aquí la música de Orfeo,
sino sólo silencio.)
Cruza el patio, verás luego otra puerta.
Ábrela.
Ya dentro, en la penumbra,
verás un muro
y, en él, unas palabras muy borrosas
de cuya sencillez brota una luz
que, lenta, pasa a ti y te devuelve
al fin la  libertad,
la plenitud de ser:
“Sean siempre alabadas
las palabras dulcísimas
que sanan: paz y bien”.
 
Después, ya en soledad profunda,
verás que te hallas frente a otra puerta
que aún no puedes abrir,
porque no es el momento:
la que quizá te lleve a otro laberinto,
al laberinto último, invisible.
¿De él habrá salida?
 
(Sólo queda esperar,
esperar al amparo seguro
de esas letras borrosas
que sanan.)
Antonio Colinas
Sigue la senda de las piedras musgosas,
la que conduce a la gran roca,
a la raíz del ara,
a la raíz eterna
del tiempo.
Mira la nieve humilde de la cima
tutelar,
donde se cierra el círculo
que se abriera en tu infancia,
donde se abre la noche del ser
en la luz que es más luz,
donde ya no hay preguntas
ni respuestas.
 
En esa nieve posa tus dos ojos.
Luego, pósalos en el ara
y respira profundo.
Posa también tus manos:
que se aquieten tus manos como palomas,
que echen raíces
en el silencio helado de la piedra.
Verás en ella señales muy leves,
signos dictados por el firmamento,
los símbolos de un tiempo infinito
que va huyendo de ti,
mas que a la vez está en tu interior:
revelación del alma que no muere.
 
No podrás ir más allá.
No debes ir más allá.
Antonio Colinas
Piensa el sentimiento, siente el pensamiento.
(Miguel de Unamuno)
En esta última hora, debo pensar el sentimiento
para neutralizar el combate atroz de mi carne con el más allá,
el combate de la que pronto habrá de ser mi tumba
con el más allá.
 
Debo pensar el sentimiento
para llevar mi razón y mi libertad
al límite extremado del fuego y del hielo.
Pero también, en este desamparo
–como quien juega su última carta–
debo sentir, sentir mi pensamiento,
enternecerlo, acunarlo como a niño,
llorarlo, compadecerlo, perdonarlo,
para que emoción, dulzura y piedad
neutralicen en mí definitivamente
la inutilidad de la razón furiosa.
 
¿Dónde el término medio de los filósofos,
el hueco, o nido, o el regazo
de la madre-esposa, de la esposa-madre,
para que pudiera al fin adormecerse
el niño que yo fui, el niño que (acaso) aún yo soy?
Se estrelló mi palabra con la piedra del mundo.
Mis razón ya no puede ordenar
el oro y la sabiduría de estos muros;
mi razón poderosa no me pudo salvar del laberinto
de esta ciudad que –siempre, siempre,
a través de las agujas con nieve de sus torres–
me llevaba a un más allá
de angustiosos vacíos
y a un más acá de palabras airadas.
 
Y, sin embargo, cómo se apaciguaba mi razón
si me asomaba a lo hondo del pozo del claustro,
cuando oía murmullo de agua de fuente,
cuando sacaba a apacentar mi espíritu
por las ásperas cumbres,
por senderos ateridos y amoratados,
bajo los cementerios en llamas del cielo.
 
Siempre quise, pero en realidad no pude,
pensar mi sentimiento, sentir mi pensamiento.
Mas ahora lo que siento es la derrota de mi cabeza
sobre el abismo de esta mesa camilla
y cómo se desorbitan mis ojos
sedientos de verdad, sedientos
del  infinito afán de conocer.
Los “Hunos y los Hotros” desgarraron mis labios.
 
Cristo: ¿qué hay detrás  del agua negra
de la catarata de tu cabellera?
Retírala un momento con tu mano sangrante.
(Si quieres, lo podrías hacer arrancando tu mano
del clavo del madero.)
                                           Desvélame
qué puede haber detrás
de tu dolor y el mío,
de tu noche y mi noche.
¡Desvélame el Misterio!
 
Hay frío cainita este mes de diciembre por las calles.
Arde el brasero a los pies
de mi soledad,
pero se está extinguiendo por minutos
la brasa de mi vida.
Mis manos ya no pueden sostener mi cabeza.
Mis nervios y mis huesos ya no sienten
sed de inmortalidad,
(ni tampoco la lepra de la envidia).
 
¿Hacia dónde irá ahora mi alma?
En este terrible límite del año que termina,
del tiempo que se escapa,
ya no sé si pensar o sentir,
ya no sé si sentir o pensar.
Después de tanta ardua batalla, sólo sé
que, si pienso mi muerte,
la siento ascender por las venas
como una paz perpetua.
Antonio Colinas
Dicen que la Madre de Todas las Fosas
se encuentra al otro lado del océano,
cerca de una frontera y de un muro metálico,
aunque pudiera hallarse en otros sitios,
(acaso en la sima de un mar muy cercano).
 
Junto a ella duerme un sueño de esperanza
la desesperación de muchos hombres
y mujeres que huyen
de la ciudad-infierno:
del acoso, el disparo, el hambre y la sed.
A veces éstas llevan, con la bala
que les quitó la vida,
un hijo en su vientre;
o, cruzando el desierto por la noche,
tienen al hijo vivo abrazado
al miedo de sus rostros.
La muerte no es la vida que soñaron.
 
¡Son ya tantas las quejas, tantas
esas declaraciones que a nada comprometen,
tantas las fotos, tantas las palabras
sobre la integración y las riquezas
del ilusorio paraíso, donde
los cuerpos pueden ser
materia de mercado,
o perder lo más grave
(el alma) habitando una chabola
con su televisor, bajo un cielo gris
plagado de antenas!
 
Aún no sabemos que la solución
puede hallarse en la raíz del ser,
allí donde el hombre acarició la tierra
que daba frutos,
besó la leña que le daba el fuego,
la piedra que fue ara,
y respiró la paz
en la luz.
Por ello, acabad
con la mercadería humana consentida,
llevad el agua a sus pozos secos,
devolvedle el agua a cada manantial
de sus aldeas,
que regrese el verdor a sus cultivos
y al monte sus rebaños.
Ofrecedles el pan de su maíz o de su trigo,
el vino de su viña,
la sombra de aquel árbol de su puerta,
su mesa de madera y el descanso
de su cama con sábanas de estrellas.
 
Dejad que el ser que huye
pueda seguir sembrando en su tierra,
que en ella reencuentre el verdadero
paraíso de su sangre.
Dejad a esa mujer
(que hasta el nombre ha perdido)
que pueda llevar flores a la tumba
sin flores de su madre
y no que ella duerma para siempre
en el olvido
de la Madre de Todas las Fosas.
Antonio Colinas
Padre: tú me trajiste un día
de un viaje
un libro de cuentos de Andersen.
Yo era entonces un niño
enfermo en su lecho;
yo no era un lector
ni era un poeta.
Sólo era un niño
muy pequeño y enfermo
que intuía otros mundos
cuando veía temblar
de noche, en las cortinas,
sombras negras.
 
Pero llegó la luz
a mi vida, pues olvidar no puedo
el placer que sentí al recibir
el libro entre mis manos.
Y no era porque fuese un regalo,
no era por el don, feliz, de recibirlo.
Era quizás porque en el libro aquel
tú pusiste un mundo
con tus manos
en mis manos.
Y se llenó de luz la habitación,
y ya no había seres misteriosos
que me atemorizaran al temblar
de noche las cortinas.
 
Y recuerdo muy bien
que, antes de abrir las páginas del libro,
ya sentí en mi interior un sublime placer
que describir no puedo.
Luego, salí a los campos y sané,
pero perdí el libro,
y con él se perdió
mi infancia
y aquel placer incluso de sentir
que hay otra realidad:
ésa en la que aún yo creeré
por siempre,
aunque jamás la vea.
Antonio Colinas
¿Qué fue de aquellas músicas de un tiempo
en Europa, las de mi juventud?
Me recibió Milán
con las nieves de enero
y con aquel concierto para oboe
de Marcello.
 
Creo que, desde entonces, ya no he sido el mismo.
Pocos días después se reafirmó
aquella especie de metamorfosis
en el Teatro Lírico: I Musici
escribieron el júbilo encendido
de Vivaldi en mis ojos.
¿O fui otro al seguir cada paso, cada gesto
de la pequeña-grande Carla Fracci
en el Preludio a la siesta de un fauno?
 
Sí, sentí que era otro en la Scala,
al escuchar las sinfonías de Mahler
(cincuenta años después de que él muriera)
como una mar serena que ascendiera,
como una tormenta que llegó,
conducida por las manos
de Claudio Abbado.
¿O la transformación del que fui en el que soy
se dio aquella noche en que llovía mansa-
mente sobre la estatua de Leonardo
da Vinci?
                   Pasaban relumbrando
los coches mientras dentro del teatro
la voz de ángel de Mirella Freni
nos iba ofrendando cada aria
de La Bohème.
(Durante el entreacto, me asomé
a la terraza.
                        La lluvia
había cesado.
                           La plaza y sus palacios
eran de plata.)
 
¿Qué fue de aquellas músicas de entonces?
¡Fueron tantas y tan
turbadoras, casi como un veneno que embriagara!
Músicas en países y en anocheceres
inesperados, mientras fuera
cada estación del año
tejía tramas de oro, de niebla, o de escarcha
en mis pestañas.
¿Y aquel concierto en el Conservatorio de
Ginebra, que dieron los alumnos de Nikita
Magaloff?
Un año antes yo había escuchado
a Nikita Magaloff.
Me asaltó su piano en el Teatro
Donizetti de Bérgamo
mientras fuera arreciaba una borrasca
que tronchaba las ramas de los árboles.
 
El Arte de la Fuga,
aquella matemática celeste
de las notas de Bach
me serenó una noche en la catedral
de Berna.
Más tarde, escucharía a Bach interpretado
por Ritcher, tras la puerta cerrada
de un palacio de Bonn,
mientras fuera el otoño discurría
con sus llamas
por las aguas del Rin.
(A Bach lo interpretaba aquella noche
Sviatoslav Ritcher, no Karl Ritcher,
el que nos entregó acaso las mejores versiones
de los Conciertos de Brandenburgo.
En el 5º y el 6º conciertos, Bach y Karl
Ritcher nos demostraron
que el hombre y su Arte
pueden ser en la vida algo más que ceniza
para la muerte.
 
Y yo acababa siempre escapando
hacia la otra orilla
de los lagos alpinos.
Llevaba en el bolsillo de mi abrigo
un libro de Rousseau que no leía:
Las ensoñaciones del paseante solitario.
Y cuando anochecía,
regresaba yo solo
en el último barco
hacia las temblorosas
luces de la otra orilla.
O, de día, ascendía a las montañas.
Seguía los senderos por los bosques
hasta que, ya en la cima, me tumbaba
sobre la nieve, bajo un sol
de hielo azul.
Acaso lo que hacía era huir
de aquellas músicas
que me enloquecían dulcemente al privarme
de la razón común.
 
¿Y las inesperadas melodías
de Praga en cada esquina, aquel Mozart
que volvía a sonar en la capilla
donde él había actuado siglos antes?
¿Y aquella melopea del incienso
combinada con cantos ortodoxos
en iglesias con frescos desconchados
en el monasterio
de Nauzí?
Fueron tiempos muy duros aquellos, parecidos
a heridas que sangraban sólo música
para a la vez sanarme y enfermarme,
para enfermarme y para sanarme.
 
¿Qué fue de aquellas músicas de un tiempo
en Europa, las de mi juventud?
Me extraviaron, me hicieron perder
la razón.
       Mas, perdiéndola,
encontré otra razón más poderosa
para mi vida.
Desde entonces,
creí en algo más que en la ceniza
y mi razón no es ya
razón para la muerte.
 
    21-XII-2014
Antonio Colinas
He  visto a la mujer que guía a los caballos
de los ojos dorados
que se ha detenido al anochecer
en el cruce de los caminos,
bajo las alas negras de los abetos.
Parece no saber a dónde ir.
 
La mujer que guía a los caballos
viene de bañarse en las aguas de la noche
y con agua salpica sus cabezas para atraer el alba.
Ella lo hace como una ofrenda.
Ellos lo aceptan como una bendición
y vuelven sus grandes ojos
para saludar a la primera luz de azufre,
la que quema los labios del monte;
luz que pasa a sus ojos
y de ellos a los de la mujer,
que sonríe callando.
 
La mujer que guía a los caballos
ha venido por una senda
de limones y de naranjas caídos
que nadie recoge.
Pequeños soles abatidos son los frutos
que manchan de oro rojo sus pies
y los cascos de los caballos.
 
No sé por qué, ante esta aparición,
recordé mi infancia y, con dificultad,
unos versos de Puskin:
“Acaso se deba al silbo del ruiseñor
el temblor de la hierba de los prados.
Los bosques oscuros se inclinan hacia la tierra,
pero debajo cuánta muerte yace”.
Antonio Colinas
Malhadado, ¿de dónde vine y hacia dónde irá
ahora mi vida
tras las puertas cerradas,
tras los caminos muertos?
Los caminos no van ya a ningún sitio:
son ellos los que vienen hacia mí.
Hoy yo soy el camino.
Hoy ya soy el camino sin camino.
¿Y por qué viene ahora a mis ojos cerrados
un sueño de humedades muy verdes?
 
Cervantes: una aldea, sólo un sueño
allá en el noroeste
con los lobos vagando
por la nieve, entre robles y castaños;
un pueblo no muy lejos de un lago
donde acaso nacieron, o vivieron, o murieron
mis ancestros, ¡quién lo sabe!
¿Por qué asoma hoy ese paisaje
a los dos lagos ciegos de mis ojos?
Cervantes: el origen
que mi vida errabunda ignoró.
Cuando acaba la vida
ya todo es un sueño para el hombre.
 
¿Y si yo hubiese muerto en Italia?
¿Y si yo hubiese muerto en Lepanto?
¿Y si yo hubiese muerto en Argel?
¿Y si hubiese muerto en las Indias,
como yo supliqué, en pago a mis servicios?
¡Quizás hubiera sido otra gloria la mía!
Olvidar no he podido una frase
que aún sangra en mis ojos
cerrados: “Busque por acá
en que se le haga merced”.
 
¿Logra la libertad quien la persigue
con desesperación
o está la libertad dormida en nuestros pechos,
esperando a que hagamos germinarla?
Y aquella otra frase, en dolor destilada,
la que fue perla o gota
de oro, esencia de mi vida?
¿Cómo era aquella frase que un día escribí?
“Porque la libertad, amigos,
porque la libertad,
porque…”
¿Y para qué tanto camino inútil
por tus huesos, malhadado?
¿Por qué el griterío de ventas y de cárceles,
tanta cansada barda de mi patria amada
bajo una lluvia de cenizas, bajo
soles de cal?
 
¡Y pensar que yo vi los palacios
de Roma, de Florencia!
Nunca olvidé los versos
que en Italia leí:
eran música
que todavía arde
en mis labios morados.
Ludovico Ariosto: aquel ritmo
de tus versos
lo murmullo aún
para espantar a esa muerte cierta
que ya veo a los pies de mi cama
con su antifaz de niebla:
Le donne, i cavalier, l`arme, gli amori…
¿Era así el ritmo de aquel verso primero,
el que yo traspasara hace sólo tres días
a mis palabras últimas,
aquellas que dictara para el prólogo
de mi Persiles:
El tiempo es breve, las ansias
crecen, las esperanzas menguan…
 
¡Cuán breve fue el tiempo
y cuán largo este adiós!
Siento frío.
Hermanas: ¿por qué fuisteis
como un  desasosiego continuo para mí?
Esposa: ¿por qué no estuve más
a tu lado?
Hija: ¿por qué no me bastaba y te bastó
mi amor y tu amor?
Madre: ¿en dónde estás ahora?
¿Voy hacia ti o voy hacia un abismo?
 
Busquen los que aquí quedan
la gema que se esconde
debajo de gigantes y molinos,
de farsas, burlas y de trampantojos
de la vida diaria, engañosa.
La vida de un hombre es algo serio
cuando la rigen conciencia y consciencia.
 
“Porque la libertad, amigos,
porque la libertad,
porque…”
Sí, ahora ya recuerdo
las palabras exactas que escribí:
La libertad es uno
de los más preciosos dones
que a los hombres dieron los cielos […]
por la libertad, así como por la honra,
se puede y debe aventurar la vida.
 
Siempre hubo una vela encendida en mis noches,
en la noche del ser y del no ser.
Y el nombre de su luz, de aquella llama
era sabiduría.
Sabiduría: ¿te encontré y te perdí,
o te logré salvar con mis palabras?
Yo también te llamaba humanismo,
o a veces piedad.
Te encontré en mis desvelos nocturnos,
cuando a mi alrededor aullaban
los perros, las tormentas.
¿Y de qué me sirvió sabiduría
si ahora, extraviado, no sé a dónde voy?
 
Quítate el antifaz, Señora Muerte,
y dime a dónde vamos.
¿Florecerán un día mis cenizas?
¿Será posible el eternizarse
cuando llegue el silencio absoluto?
Malhadado: en mis pestañas tiemblan
aún esas amadas brasas de la sabiduría,
las que aventé en palabras,
en sílabas de luz.
Hoy mismo ofrendaré con humildad
mis libros
–el libro que es mi vida–
al Gran Lector de Vidas.
Malhadado, ¿a dónde voy?,
¿hacia qué luz o hacia qué abismo?
Sabed, los que quedáis aquí
que hoy mismo espero estar
en el paraíso
de los pobres.
Antonio Colinas
lento respira el Antonio Colinas